Fernando Gimeno Albo, mi padre

Hoy hace 2 años que murió mi padre. Hasta ahora no me parecía decente publicar nada sobre él. A veces sentía que tenía que dejar algo por escrito para quien no le conoció, porque se lo habían perdido. Pero justo después pensaba que si no le habían conocido, tampoco podían leerlo y pensar “es verdad”. A veces tenía muchas ganas de presumir de padre, como él tantas veces presumía de hija. La diferencia es que él presumía de hija conmigo delante. Y si yo hoy presumo de padre, llego tarde. 

Cada vez que pensaba en publicar algo sobre mi padre, me daba un pudor inmenso. Supongo que porque durante mucho tiempo publicarlo hubiese sido más exhibicionismo de mi dolor que de su poderío. El dolor a veces es más egocéntrico que cualquier otro sentimiento. 

Ahora que puedo recordarlo con tranquilidad la mayor parte de las veces, os presento a Fernando Gimeno Albo, mi padre.

Mi padre era de Zaragoza, mañico, urólogo, francófilo, muy politiquero y a ratos político, un tío serio, cómico y amoroso.

Mi padre vivió en 64 años más que la mayoría en 5 vidas completas. 

Mi padre llevaba 20 años diciendo “confieso que he vivido”. Tenía un miedo atroz a envejecer, a dejar de interesarse por la vida, a dejar de ser deseado por las mujeres, a perder su fuerza. Por eso llevaba entrenando esa especie de templanza, como si estuviera tranquilo con la posibilidad de que todo acabase de repente. Pero era su manera de calmar esa voracidad que tenía con la vida, las emociones, la cultura, la política. Como si estuviera cerca de saciarse.

Mi padre era miope, muy miope. Llevaba unas gafas redondas de pasta marrón de los años 70, por las que de joven le llamaban John Lennon. En la calle llevaba otras más modernas y siempre afiladas, porque era cirujano y no quería perderse nada. Y lentillas que hidrataba como si le fuera la vida en ello, ese gesto regándose los ojos y abriéndolos y cerrándolos para que quedasen bien esponjosos. Pero las gafas de John Lennon son las que llevaba para estar por casa toda su vida. Antes de esas tuvo otros pares, uno de ellos se lo partió su padre cuando le echó de casa. 

Mi padre fue comunista siempre, siempre es siempre, incluso antes de siempre. Estuvo en una entrega de carnets clandestinos del PCE en un restaurante de Zaragoza, y tuvieron que quemarlos allí mismo porque alguien avisó a los grises y aparecieron para sacarlos del restaurante. Por si acaso esos rojos eran peligrosos no se bajaron de sus caballos. 

Mi padre fue uno de los que pintaron las calles para que de la noche a la mañana todo el país apareciera con pintadas de “Carrillo amnistía”. Mi padre era tan comunista que dejó de votar a Carrillo.

Mi padre tenía una barba como la lija del 4. Si te quería putear, te daba un beso con un restregón y te quedaba la cara desollada. Mi madre siempre ha dicho que le encantaba como le dejaba la piel irritada. Y esto lo ha dicho cuando ya llevaban años divorciados.

Mi padre hubiese sufrido mucho en esta pandemia. Y no me vale que me digáis “todos hemos sufrido”. No. ¿Porque cuántos de vosotros podéis decir que habéis luchado por la Sanidad Pública hasta quedaros casi solos? ¿cuántos os habéis jugado la salud por defender la de otros? ¿Cuántos habéis salido en los periódicos mientras os llamaban asesinos por defender que la gente tenga derecho a morir con dignidad? Mi padre hubiese sufrido mucho viendo como la vergüenza humana de Ayuso, fiel sucesora de Esperancita, manejaba lo poco decente que han ido dejando de la Sanidad madrileña como si fuese un terrenito más con el que hacer pasta en plena pandemia. Hubiese sufrido mucho, pero me da tanta pena que se lo haya perdido. Fíjate, hablo de una pandemia como algo digno de ser vivido. Cómo he echado de menos reflexionar con él estos meses. ¡Se hubiese enfadado tanto! Incluso con los suyos.

Mi padre echaba los piropos más increíbles del mundo. No, de esos jamás. Decir cosas a las mujeres por la calle nunca. Se los decía a sus mujeres, a sus amigos y amigas, a su familia, a mi. Yo era la hostia en vinagre, la mujer más inteligente, más guapa, más fuerte y arrolladora de este mundo. Así de difícil lo han tenido luego mis parejas. 

Mi padre también me daba hostias como panes. Dialécticas. De las otras me dio 3 en mi vida. Eran otros tiempos, pero se las hubiese devuelto.

Mi padre quiso mucho, muy intenso, hasta hacerse daño. Su madre debió de ser muy especial. Murió cuando el tenía 17 años y un padre muy egoísta.

Mi padre bailaba como si fuese una mezcla entre un negro caribeño y un francés como los de antes de la democracia nuestra, como los imaginaban los españolitos que no follaban. Siempre fue un tío que imponía de lo tieso que iba, pero cuando se ponía a bailar se le descoyuntaba el cuerpo.

Mi padre era un gran payaso, le encantaba sacar la pluma a pasear desde antes de que las masculinidades relajadas fueran motivo de celebración. Luego tenía la otra pluma también, la del machote. Pero con mucha performance. 

Mi padre me dio la mejor clase de sexualidad que se le puede dar a una chica heterosexual: “Si te viene un tontolaba diciendo que es que a él, el condón le molesta, como dando a entender que la tiene muy grande, le dices que un condón aguanta mínimo 5 litros de agua, que qué se cree que tiene ahí”. Abrió un condón, me llevó a la cocina, lo lleno en la pila con 5 litro de agua y lo llevamos entre los dos al balcón del salón. Lo tiramos al jardín de abajo. No me he reído más con un condón en mi vida.

Mi padre me llevó por primera vez de viaje a Pirineos, a Galicia, a la antigua Yugoslavia, a la nueva Praga, donde terminó en comisaría por no querer pagar una mordida, a Marruecos, donde en la recepción de un hotel le miraron con ojos de “ay, pillín” pensando que yo era su amante de 11 añitos, al norte de Italia, donde me presentó a su amigo actor que ahora es Francesca. Mi padre no llegó a saberlo o a lo mejor sí. 

Mi padre nos llevaba a la carrera por ciudades en busca de rincones que había investigado en libros y recortes. Me hacía subir montañas para hacer de mi una chica aguerrida, capaz de comer, dormir y cagar en cualquier circunstancia. 

Mi padre me regalaba zapatos, muchos zapatos y tacones, porque decía que me levantaban el culo. Y me regalaba zapatones, porque decía que por la vida hay que ir cómoda. Me regalaba zapatos, porque durante todo un invierno solo pudo llevar sus zuecos de enfermero, ya que todo su dinero era para pagarse sus estudios de medicina y mis primeras papillas.

Mi padre pintaba. Pintó de joven y luego volvió a pintar. Copiaba a Van Gogh. Adoraba a Van Gogh. Pintaba como si le hubiese conocido. Y no perdía la oportunidad de hacerte su dibujo preferido: unos riñones, con sus uréteres, su vejiga, su próstata si era el caso, su conducto urinario y cualquier detalle que fuera necesario para explicarte su cirugía estrella de la semana. Ponía todas sus capacidades y entusiasmo para arreglar al paciente. Y arreglar incluía salvar su vida sexual, que parece ser que no todos lo tenían tan en cuenta. Cada vez que volvía a revisión un viejete con una buena erección, lo celebraba como si fuese la suya propia: “¡Le he dejado hecho un chaval!”.

Mi padre me salvó la vida, cuando era bebé y me quedé clínicamente muerta. Yo estuve muy dormida y mi padre me despertó.

Mi padre fue uno de los ajusticiados en el “caso Leganés” por el consejero Lamela, esa sabandija fungible, tan eficaz en el desmantelamiento de la Sanidad Pública madrileña. 

Mi padre compartía conmigo algunos de sus affairs, muchas de sus fragilidades, todas sus luchas políticas, todos sus descubrimientos en el cine, al que iba cada semanas al menos una vez. Había descubierto las series hace poco y se apuntaba los capítulos que más le gustaban. La actriz soy yo; pero él se sabía los nombres de todo el mundo y me examinaba. Y yo siempre suspendía. Aunque últimamente a él también se le olvidaban.

Mi padre me llevaba a ver cine intensito a los Alphaville y a los Renoir, pero no siempre. A veces quedábamos en la Vaguada, a mitad de camino entre mi vida de chica de pueblo y su vida de padre separado. Allí vimos “Un pez llamado Wanda” y nos pasamos meses descojonándonos vivos, imitando al tartamudo. También vimos “En el nombre del padre”, que nos dejó muy tocados, nos quedamos un buen rato apoyados en esas barandillas blancas de centro comercial. 

Mi padre fue expatriado del Hospital Severo Ochoa de Leganés al Hospital de Móstoles donde borraron todos sus logros y donde su jefe, un envidioso e inseguro patológico, fiel perro de los mandatos del PP, a pesar de tener carnet del PSOE, se dedicó a intentar arruinar sus últimos años como profesional. Me gustaría decir que no lo consiguió.

Mi padre era conocido en el hospital, el suyo, el Severo, como “chalequitos”. Llevaba chalecos de cuero para no someterse a la corbata. Las pajaritas también le gustaban. Un día se empezó a poner corbata. ¡Y ay! Nos metíamos con él por haberse doblegado a los mandatos del capitalismo. Somos tan puros y tan graciosos en esta familia. A él no siempre le hacía ni puta gracia.

Mi padre y yo comíamos juntos cada semana en el ‘Madrid Madriz’. Me miraba a los ojos y me decía “Qué guapa eres. ¿Necesitas algo, mi niña? Tengo dinero ahorrado, si tienes algún proyecto de teatro y lo necesitas, es para ti. ¿Cómo está mi amigo? ¿Estáis bien? Tu madre ¿está bien? ¡Qué majica es la Chuchina!”. Comíamos allí y teníamos la mesa asegurada. Había operado al dueño de algo que otros declararon inoperable o por lo que le querían sacar una pasta. Y el hombre estaba muy agradecido. Pero mi padre pagaba siempre. Y a la salida flirteaba con una de las camareras, una dominicana poderosa que le echaba los trastos con mucho arte. No sé, nunca supe, tampoco pregunté. Él me lo hubiese contado.

Mi padre me llevó en coche a muchos sitios. Y cuando me ensimismaba, me daba unas palmadas en la pierna que me dejaban marca. Y gritaba de contento: “ay, mi niña, pero qué lista es”.

Mi padre se fue muy pronto.

Mi padre tuvo una hija favorita, un hermano favorito, una hermana favorita, un sobrino favorito y un yerno favorito. Amó mucho a algunas mujeres, favoritas no fueron tantas. Sus amigos y amigas favoritos, eran sus amigos “del alma”. Mi padre estaría de acuerdo en que no puedo nombrarlos a todos, porque esta es una historia entre él y yo. 

Mi padre no ocultaba lo que sentía. Lo demostraba, lo exponía sin pudor. Y por la calle cuando estaba contento, te agarraba del cuello como si fueras su cachorrillo o te daba la mano como si te tuviera que guiar. A mí y a toda la gente a la que quería proteger. Cuando íbamos por la mañana a su médico, me llevaba de la mano y cantábamos. Me miraba “los deditos” y cantábamos. Nuestra última canción paseando fue “El appuntamento”, de Ornella Vanoni. Se la volví a cantar otra vez, espero que la escuchase.